Fuentes de la juventud
Envejecer es, antes que nada, injusto. Y el hombre noble no se resigna jamás ante la injusticia. Varones eminentísimos han luchado contra el tiempo. El carácter inevitable de la derrota sólo desalienta a los cobardes.
A través de los siglos, se ha buscado la Fuente de la Juventud, que es también fuente de justicia y reparación para quienes han sufrido las consecuencias de un Universo mal hecho.
Los dioses del Olimpo renovaban su vigor con el néctar y la ambrosía. El néctar es un licor dorado y transparente, que no emborracha pero inspira al bebedor maravillosas canciones, poesías, ideas
y palabras inteligentes. La ambrosía es una sustancia parecida a la tarta de queso. Su nombre tal vez proviene de a brotas, que en griego significa "no mortal".
Los Hombres Sensibles de Flores siempre creyeron en la existencia de la Fuente de la Juventud. Desde muy chicos, gastaron tiempo y energía en buscarla. A medida que pasaban los años, crecían sus esfuerzos. Puede decirse que muchas veces buscaban la Fuente sin saber que la buscaban. Y si uno tiene ganas de exagerar, puede sostener que jamás hacían otra cosa.
Hay que decir que las mágicas propiedades rejuvenecedoras no siempre eran atribuidas a una fuente. Los gitanos de Floresta decían que el pasaje Haití le quitaba un año a quien lo recorría hacia el este, y se lo agregaba al que marchaba hacia el oeste.
Los Brujos de Chiclana hablaban de Inés, una especie de hechicera cuyos besos quitaban años y de cuya cama se salía adolescente. El poeta Adrián Fernando buscó a Inés por todas partes, hasta que comprendió que todas las mujeres eran Inés, especialmente una rubiecita llamada Julia.
Los vendedores de elixir tenían un licor engañoso que provocaba la sensación de ser joven. Algunos se contentaban con él y protestaban que la juventud es un estado de ánimo, mientras se pegaban la dentadura postiza. Había también un tónico de efímeros efectos: restituía por diez segundos la lozanía.
El "loco" Nieva creía en la existencia de las Fuentes de la Vejez, unos estanques fatales que era imposible no hallar. Sus aguas maléficas estaban en todas partes. El hombre que bebía de ellas iba envejeciendo, haciéndose más triste y más débil, hasta que -más tarde o más temprano— se moría.
Dejo para el final el obvio resultado de haber bebido en las fuentes vulgares de la verdad: nunca seremos más jóvenes que hoy; jamás volveremos a ver a nuestros muertos; el tiempo no retrocede; el amor perfecto no existe; hay un verso que está siempre a punto de revelársenos y que no escribiremos nunca. Para los
hombres de verdad, este no es el final de sus sueños, sino más bien el principio.